Hoy en Madrid ha amanecido la primera mañana realmente fría de lo que será el invierno. Pero el cielo era azul brillante, el sol aún dando guerra. Para aprovechar me he escapado al notario, una de las pocas excusas que tengo para salir de la oficina, y me he tirado a la calle. Esta noche habrá una luna llena reventona y la energía se me sale por los poros, podría pasarme saltando todo el día. Otras lunas me dan por ponerme modorra, pero hoy me siento capaz de escalar el Everest sin oxígeno y sin sherpa. De paso al notario he pasado por mi papelería favorita, una de marca sueca en la calle Serrano, de la que me estoy quitando porque no es medioambientalmente friendly, Al Gore me perdone. Pero hoy no me he podido resistir, le tenía ganas a un tarjetero desde hacía tiempo y he entrado en esa tienda gourmet del papel dispuesta a hacerlo mío. Lo había de plástico y de piel. Primera elección: piel. De piel verde, naranja, roja o negra. Los dos primeros descartados, me quedan los de Stendhal. Madre mía qué difícil. He estado varios minutos en la caja dudando, rojo o negro, negro o rojo. Finalmente me he llevado uno.
Y de vuelta del notario había que tomarse un cafetito, of course. La cuestión era dónde. En el barrio de Salamanca puedes optar por las cafeterías súper- puestas con algún toque de excelencia, los bares de diseño para pobres humanos engañados que creen que son ejecutivos y que suyo es el reino de los cielos porque van a currar en traje y corbata, y los bares de toda la vida. Por supuesto ésta ha sido mi elección, tras darme cuenta de que hay que pasarse la vida eligiendo y por tanto renunciando, qué cansino. En el bar-cafetería Caribú hay de todo: currantes de obra, amas de casa con costumbres arraigadas, vigilantes de la hora y escakeitors de oficina, like me. Tras la barra cinco tíos trabajando a un ritmo frenético, saben que el tiempo del café es limitado y que es uno de los momentos de más alto ránking en el share hostelero. Me siento en la barra, en uno de esos taburetes redondos, sin respaldo, que son anchos imitando a un asiento de piel y que se hunden un poquito cuando te sientas. Me encantan esos taburetes. Antes nunca me hubiese sentado sola en una cafetería, al menos sin algo que leer, pero ahora ni me lo planteo. Café con leche en taza grande y pincho de tortilla, por favor. ¿Caliente la leche, o templada, señora? Templada por favor. Me encanta que me llamen señora. Me hago mayor y esto es lo que hay. Sé que no tengo pinta de señora, llevo la melena algo aleonada, una horquilla que me sujeta un mechón que en tiempos fue flequillo y del que asoman unas más que incipientes canas que he decido no teñirme porque me dan un aire a Susan Sontag hetero, una camiseta de manga corta superpuesta a otra de manga larga, pantalones cargo caqui, unas converse fucsias y cazadora de cuero. Toma descripción. Pero me encanta que me llamen señora, insisto, y no la horterada machista esa de señorita. Pero vuelvo al bar-cafetería Caribú, que me estoy yendo por las ramas. El tiempo transcurrido entre que me siento, pido el café y pincho y lo tengo todo frente a mí no transcurren más de dos minutos. Como digo curran a destajo. El café realmente bueno, el pincho también, como para incluirlo en mi lista de los bares de Madrid con pinchos de tortilla más que recomendables. Anoto mentalmente que en mis próximas plegarias a la Virgen de la Paloma voy a incluir que no se extingan nunca estas cafeterías para desayunar. A mi lado hay una señora que pide la cuenta, y que cuando se la traen regaña al camarero porque el café que se ha tomado estaba un poco frío, pese a haberlo pedido muy caliente. Y yo la he escuchado ya me han dado ganas de decirle a santo de qué lo dice ahora, cuando está pagando, y no cuando ha tomado el primer sorbo de café y le podían haber traído leche más caliente. Lo tenía en la punta de la lengua, pero me ha salvado el camarero, que le ha dicho lo mismito. La señora, claro, no ha contestado, recogiendo las vueltas de su platillo con el ceño fruncido. Y se habrá ido encantada pensando en que ella es mucho mejor que el chico que le pone el café frío.
Y vuelta a la ofi. He colgado mi bolso y de repente me he acordado de que me había comprado un maravilloso tarjetero negro en el que podía colocar todas mis tarjetitas. Pero lo que he sacado del bolso ha sido un tarjetero rojo, y me he sorprendido. Y ahora miro el tarjetero como si fuera el de otra persona.
Creí que había comprado el negro.
Estoy más rara…
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